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AnónimoOP
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Recuerdo esos días con cariño y con morbo, como si hubieran sido de ensueño.
Cada jornada estaba avivada por la llama de la lujuria y el sexo desenfrenado. Con ella aprendí los placeres de la piel, y poco a poco caímos en el juego de la dominación. Fue ella quien lo propició: le gustaba ser sometida, reducida, humillada. Con el tiempo, aprendí a convertirme en lo que deseaba: su amo.
Recuerdo bien el día en que sellamos nuestro pacto. Era una mañana tranquila; estábamos solos en casa. Yo debía salir a una cita, pero ella buscaba retenerme. Entró al baño con la excusa de bañarse. Yo, distraído, la esperaba en la sala mientras chateaba en el teléfono. Pasaron cuarenta minutos eternos, hasta que salió envuelta apenas en una toalla ajustada a su cuerpo, lo suficientemente corta como para dejar ver la caída de su hermoso culo blanco.
Obviamente caí en su juego como un perro hambriento. Ella se detuvo frente al espejo de cuerpo entero de la sala, contemplándose. Me acerqué por detrás y posé mis manos en su cintura, besando suavemente su cuello. Ella, en un gesto de aceptación, presionó sus nalgas contra mi erección. Mis manos recorrieron la tela hasta alcanzar sus pechos, jugando con ellos, mientras sus manos buscaban mi rostro y me acercaban más.
La toalla cedió y cayó al suelo, revelando su piel prístina y tersa. Saqué mi pene, ya palpitante, y ella, apoyándose contra el espejo de espaldas a mí, se puso de puntillas para recibirlo. No hizo falta más: su sexo húmedo y ardiente lo pedía a gritos. La primera embestida la hizo gemir, y enseguida redoblé el ritmo con fuerza, azotando su cuerpo mientras jugaba con sus pezones y observaba su expresión en el reflejo. Ella deseaba ser vista, y yo era testigo y verdugo de aquel desenfreno.
Mi corazón latía a mil; la idea de ser descubiertos me excitaba aún más. Entonces, dominado por la lujuria, le propuse abrir las ventanas para que cualquiera pudiera vernos. Pensé que se negaría, pero sucedió lo contrario: fue ella misma quien interrumpió el acto para abrirlas.
Me senté en el mueble, y ella, sin dudar, se montó sobre mí. Cabalgaba con fuerza, con arremetidas cada vez más profundas. Yo devoraba su cuerpo sudoroso, besando cada rincón disponible. Cuando estaba a punto de acabar, le pedí que se apartara, pero ella ignoró mi súplica y aceleró más. Intenté detenerla, pero fue imposible. Solo me abandoné al momento, dejándome llevar mientras la llenaba con todo mi semen.
Ni siquiera entonces se detuvo. Siguió cabalgándome, pidiéndome que aguantara un poco más, que la dejara llegar, pero que la ahorcara mientras lo hacía. Obedecí, y lo increíble fue que, incluso después del orgasmo, la sensación se volvió aún más placentera. Ella alcanzó el clímax gritando de manera bestial, su cuerpo temblando bajo mis manos.
Cuando parecía que todo había terminado, mi miembro endurecido volvió a la carga. La giré sobre el mueble, levantándole las piernas, y la penetré con embestidas rápidas y profundas. Ella estaba en éxtasis total, y yo descargué dentro de ella una vez más.
Exhausto, me tendí a su lado. Mientras recuperaba el aliento, pensaba en advertirle que debíamos hacer algo, porque me había corrido dentro. Pero antes de que dijera nada, ella me miró y, con una sonrisa traviesa, soltó:
— Sabes he pensado bien y quiero ser tu gatita, tu mascota. Pero tendrás que alimentarme y cuidarme muy bien. ¿Qué te parece?
Obviamente acepté.
Desde ese día, nuestra relación de amo y mascota se intensificó. Gracias a ella descubrimos el exhibicionismo, el sexo en público y muchos otros juegos que jamás pensé explorar.